Sé que le han achacado que si era un personaje xenófobo, que si Hergé era nazi o que si tenía relaciones sexuales con Milú, aun así me declaro un ferviente seguidor de los cómics de Tintín. Todavía recuerdo el kiosco de una estrecha calle de Toledo donde mi padre me pidió que eligiera uno entre todos los volúmenes, y después de repensarlo y repasarlos todos durante más de una hora, me decidí por "Tintín en el Congo", quizás la aventura más naif y menos elaborada, pero creo que al final me dejé llevar por mi terrible curiosidad que desde pequeño tuve por por el continente africano.
Después de 40 años sigo releyendo una y otra vez sus aventuras como si de la primera vez se tratase. Viajar por Congo, América, China, la India, los campos petrolíferos árabes, Syldavia o incluso la Luna está al alcance de muy pocos. Me encantaría que las nuevas generaciones de niños con espíritus inquietos rescataran todas estas aventuras y dejaran de lado todas esas historias llenas de violencia con las que los envenenan en la actualidad y soñaran de nuevo con viajes imposibles, tiranos centroamericanos, abominables hombres de las nieves, gurús hipnotizadores o momias fumadoras. Tintín es un buen reflejo de la historia, fotografías a color de la época colonial y de entre guerras que nadie debería dejar de ver ni olvidar.
A pesar de todo lo criticable de las historias de Hergé, aunque hay una gran tendencia a descontextualizarlas, sigo creyendo que los viajes de Tintín están llenos de esperanza, de amistad, de tolerancia y sobre todo por la mayor de las virtudes, la curiosidad y el afán de aprender de otros pueblos, de otras culturas. No me cabe la menor duda que el mundo de Hergué me ayudó a fraguar mi carácter viajero, incluso aprendí a insultar con el Capitán Hadcok y amar a los animales a través de Milú.
Bienvenida sea la película de Spielberg que como ese pequeño soñador que su padre le regaló su primer cómic, está impaciente de verla cuando vuelva a España.
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